El agotamiento del cine de Ridley Scott
Archivado en: Inéditos cine, sobre "Marte" de Ridley Scott
Detecté por primera vez signos de agotamiento en el cine de Ridley Scott hace casi veinte años, en la infumable Tormenta blanca, su título del 96. Con todo, es tanta la admiración que siento por sus tres obras maestras -Los duelistas (1977), Alien, el octavo pasajero (1979) y Blade Runner (1982)- que he visto varios de sus filmes posteriores a la espera de que aquel cineasta, que con tanto entusiasmo aplaudí antaño, volviera a despuntar.
Sin embargo, se hace difícil reconocer un ápice de su antiguo genio en ese remake a la baja de La caída del imperio Romano (Anthony Mann, 1964) que es Gladiator (2000). Black Hawk derribado (2001), una cinta que debió ser bélica, tan sólo es de "acción", clasificación para mi tan denigrante como aquella de "cine familiar" que se asigna a tantas comedias ramplonas y sin gracia.
Con las mismas que Black Hawk derribado puede definirse como una ensalada de tiros sin más, El reino de los cielos es de un oportunismo tan dudoso como su buen rollo. Ni siquiera la maravillosa Eva Green, tan encantadora como siempre en su creación de Sibylla, consigue que la cinta deje de ser otro remake encubierto y a la baja. Esta vez de Las cruzadas (1935) de Cecil B. de Mille.
Concluí que, en el mejor de los casos, el cine de Ridley Scott se había varado en cierto esteticismo publicitario. Todavía me chirría lo parecida que resulta su forma de realizar algunas secuencias a la de esos anuncios de colonias, que proliferan en la pequeña pantalla a medida que se acerca la Navidad. Y, por el mero hecho de que el original siempre es mejor que la imitación, cuando el cine imita a la publicidad quiere decir que la publicidad es mejor.
Supongo que, a este respecto, no faltará quien aduzca los orígenes publicitarios de Ridley Scott. A mi entender no son atenuantes de nada. La peor de las contaminaciones que puede sufrir el cine es la escénica. Pero los orígenes teatrales de Orson Welles no hicieron que, como cineasta, lo fuera. A excepción, naturalmente, de sus adaptaciones de Shakespeare. Muy por el contrario, Welles inauguró el cine moderno con ese festín de suntuosas imágenes que es Ciudadano Kane (1941).
Esa espera en vano, de casi veinte años, del renacimiento del gran Ridley Scott, no fue óbice para que creyera que Prometheus (2010), su regreso a la ciencia ficción tres décadas después de Blade Runner, fuese tan satisfactorio como siempre fueron los retornos al western de John Ford. Para nada. Prometheus resultó ser un remedo de Alien... Y, así como la variación constante sobre el mismo tema es una de las señas de identidad del verdadero autor, ya sea escritor o cineasta, la imitación a sí mismo en sus obras más logradas es una evidencia de su agotamiento.
Pero las tres obras maestras de Scott siguen pesando tanto en mi experiencia cinéfila que en la última Fiesta del Cine me decidí por Marte (2015), su última cinta. No sé si eso de que la banda sonora esté integrada por éxitos de la execrable música disco se debe a cierto apresuramiento en la realización -que bien pudiera ser, dado el vertiginoso ritmo al que se suceden los títulos en la filmografía del cineasta- o a cualquier otra cuestión. De una u otra manera, a la postre denota cierta desidia en el conjunto de la película. Da la impresión de que Scott, además de agotado creativamente hablando, está cansado. Lo suyo hubiera sido encargar el score a un músico como Vangelis, tal fue el caso en Blande Runner. Entre las canciones de ABBA, y otros éxitos de las discotecas de hace más de cuarenta años que integran la banda sonora que acompaña la peripecia de Mark Watney (Matt Damon), sobresale una pieza al margen de la música disco. No es otra que Starman, la célebre canción de David Bowie que ya integra otra banda sonora: la de la vida de la gente de mi edad.
Sin embargo, dadas las concomitancias que el asunto de la canción registra con el de la película -Watney abandonado en el Planeta Rojo, a la espera de que regresen a buscarle-, apenas reconocemos sus primeros compases, la creatividad de Scott queda en evidencia. Esas ironías del destino, a menudo tan elocuentes, han querido que Duncan Jones, el hijo cineasta de David Bowie, realizase en 2009 una cinta de argumento muy similar a Marte. Como su propio título indica, Moon, la película en cuestión, da cuenta de las penalidades de un hombre abandonado en La Luna. Pero, a diferencia de la propuesta de Ridley Scott, Jones no cae en gregarismos como eso de poner a la figuración de la secuencia de la base de la NASA perdiendo los papeles -nunca mejor dicho- para aplaudir, emocionada al unísono, el final feliz de la experiencia de Watney. Fuentovejunismo que, en las secuencias siguientes, se repite en las principales ciudades del mundo. A mí, que las masas me dan miedo, este recurso fácil, además de manido -se vio por primera vez en la secuencia final de Atrapados en el espacio (John Sturges, 1969)- me resulta la prueba irrefutable de la ramplonería de Marte.
Los cineastas sin nervio, cuando no pueden conmover con la historia que están contando, recurren al fuenteovejunismo. A mi juicio, éste es un recurso semejante al de esos invitados a un espacio televisivo que, agobiados por la dialéctica de su contertulio, sin que apenas venga a cuento, dicen lo que el público quiere escuchar en un momento dado. Obtienen así el execrable aplauso de la gente y creen ahogar en él el argumento que no saben rebatir.
Publicado el 28 de noviembre de 2015 a las 12:45.